De la curiosidad de los niños al saber especializado

Una experta en comunicación de la ciencia, un neurocientífico y una doctora en Ciencias Sociales fusionan sus conocimientos para desmitificar el concepto que prima sobre el investigador científico y reflexionar sobre el rol que desempeñan los padres en las vocaciones de sus hijos.

Guillermo Meliseo (Agencia CTyS-UNLaM) - Diana no era como las demás niñas de su clase. A ella no le gustaba jugar a las muñecas, más bien jugaba a la cocina, un juego donde se mezclaban distintos ingredientes y luego se observaba su reacción. Así, ella se pasaba los domingos anotando las extrañas consistencias que se formaban con la fusión de, por ejemplo, azúcar-aceite o harina-arroz. Una suerte de laboratorio científico pero sin ratones y tubos de ensayo alrededor.

Con el paso de los años, la experiencia de jugar a la cocina llevó a Diana a incursionar en la biología, luego pasó por la genética, después dio con la investigación social (abordando temas relacionado con las humanidades) hasta convertirse en una reconocida autora de libros sobre periodismo científico. ¿Será que el juego de la experimentación en su más tierna infancia fue el motor que impulsó su vocación por las ciencias?

“Cuando era chica, la ciencia no formaba parte de los programas televisivos, era un área que no estaba bien difundida, era un universo al que no se le prestaba mucha atención”, recuerda la Dra. en Comunicación Social, Diana Cazaux. “Creo que por eso siempre me interesó la lectura de libros y entender cómo funcionaban las cosas y cómo se desarrollaba la vida”, asegura.

Carolina Duek es investigadora adjunta del CONICET y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Para ella, los intereses por un juego o temática en la infancia son pasajeros y se mantienen durante períodos de mucha intensidad. “Sin embargo, no existe un patrón determinante que sostenga que, si un niño juega con tubos de ensayo, en el futuro, se convertirá en científico. Pero sí existe la posibilidad de que un niño, de acuerdo a los estímulos que recibe a lo largo de su infancia, sea autónomo, independiente, curioso e interesado por muchos temas”, explica.

Actualmente, Diana es docente e investigadora. Se desempeña como directora de la Diplomatura en Divulgación Científica por la Universidad de Morón, además de ser directora de tesis de maestría de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. También preside la Asociación Iberoamericana de Periodismo Científico y es editora de la prestigiosa revista internacional Scientific American.

La etapa de los dinosaurios

Calabozos y Dragones no era el juego que más le atraía a Pedro. O, por lo menos, no era como los niños de la reciente serie de Netflix “Stranger Thing”. Más bien, Pedro jugaba en la calle. Y la calle lo era todo. Desde embarrase en la plaza jugando a la pelota bajo la lluvia, pasando por las competencias de autitos chocadores en la vereda, hasta la lectura de libros de dinosaurios. 

Es que, como lo recuerda él, todos los niños han tenido una etapa de dinosaurios. “Esta etapa tiene algo que ver con una cierta actitud científica porque hay en ellos un intento muy precoz de clasificar cosas que los científicos lo hacemos todo el tiempo”, cuenta el biólogo y doctor de la Universidad de Buenos Aires, Pedro Bekinschtein, autor del libro 100% Cerebro y miembro del programa Expedición Ciencia.

Y continúa: “Cuando era chico, no había tantas cosas científicas como ahora, que está Tecnópolis, por ejemplo, con su señal televisiva TECtv. Cuando yo era chico estaban las clásicas revistas que leíamos y recortábamos para los trabajos en la escuela como la Billiken y después, más adelante, la Muy Interesante, pero no había una política científica que despertase la inquietud en los más chicos”.

Pedro nació en la década del 80’s. Un periodo que estuvo marcado por la Guerra Fría y el enfrentamiento entre los EE.UU y la Unión Soviética. En ese marco, existía una representación muy particular de los científicos, dado que muchos militares y centros de investigación soviéticos incursionaban con la llamada Ciencia Experimental (o Fringe) con pruebas genéticas en humanos y animales, con el objetivo de fabricar armas de destrucción masiva sin ser detectadas por los sistemas tecnológicos convencionales.

De esta manera, los científicos, los hombres de ciencias, siempre jugaban para el bando de los malos y eran ellos los villanos del momento. Sin embargo, después de la caída del muro de Berlín, comenzó a surgir un nuevo reto para la ciencia: convertir a los científicos malos en buenos. Y, en ese sentido, tanto Diana como Pedro sostienen que, más allá de existir una política desde el Estado, el rol de la familia es fundamental para desmitificar la clásica ecuación: delantal blanco + anteojos + conocimiento = CIENTÍFICO.

Vehiculizando vocaciones

Carolina sostiene fervientemente que son los adultos los grandes vehicularizadores del entusiasmo y las pasiones de los más pequeños. "Justamente, el rol de los adultos en la vida de un infante es fundamental para su crecimiento intelectual, emocional y desarrollo. En ese sentido, juega un poco la articulación de los adultos en sus vidas, ya sea padres, tíos, docentes, abuelos, etc. Porque, por ejemplo, hay docentes que le cambian la vida a un chico y hay otros que pasan inadvertidos. Entonces, depende mucho cómo está puesta la mirada en ese niño”, asevera Duek.

En esa línea, el experto en neurociencias recomienda: “Lo que se debería hacer es que los chicos estén en contacto con los científicos y hacerlos experimentar cosas para que se den cuenta que la actividad científica no es algo del otro mundo. Así, cuando el chico crece, ya tiene incorporada la idea de que puede hacer grandes cosas, no sé si para investigar, pero sí para pensar científicamente”.

Como le ocurrió a Diana en su laboratorio casero, la creatividad y las ganas de hacer fueron fundamentales para crear sus alimentos híbridos. “Mis padres eran muy permisivos, muy flexibles y nos dejaban jugar con todo. Me acuerdo que ya de chica pensaba en cómo hacer para crear una píldora que tuviera todos los nutrientes necesarios para acabar con el hambre, una idea que de ser posible erradicaría la desnutrición en todo el mundo”.

“Los chicos están llenos de preguntas y muchas veces los padres no saben cómo evacuarlas. Sin embargo, desde el juego, podemos proponerles: ¿Y de qué forma se te ocurre que podemos responder esa pregunta? ¿Qué experimento podríamos hacer?”, ejemplifica Bekinschtein. Y concluye: “Si uno desde chico puede fomentar el pensamiento científico, resultará más fácil naturalizar al científico y demostrarle a los chicos que también son personas comunes y corrientes, y no grandes sabios que nacen con delantal”.