"Como actividad social a la ciencia le cabe el juicio ético"

Biólogo y filósofo, Guillermo Folguera critica el lugar "incuestionable" del científico en la sociedad y alerta sobre la "irracionalidad" de ciertas prácticas. Además, analiza ciertos proyectos científicos, como los transgénicos y la nanotecnología, atravesados "por la lógica del capital".

Nicolás Camargo Lescano y Carolina Vespasiano (Agencia CTyS-UNLaM)- ¿Es posible investigar a la ciencia sin idolatrarla pero tampoco demonizarla? Como doctor en Biología y licenciado en Filosofía, Guillermo Folguera se valió de las dos tradiciones académicas para estudiar a la actividad científica con una postura crítica. "Lo que buscamos es dialogar con la ciencia y también con otros actores sociales en relación a ella", asegura el académico, cuyo grupo de investigación trabaja en temas como el área ambiental, la tecnociencia y la salud.

En diálogo con la Agencia CTyS-UNLaM, el investigador del CONICET desmitifica el concepto de ciencia como esfera homogénea y cuestiona ciertas producciones científicas y tecnológicas que están amparadas bajo la idea de un “aparente derrame”, en beneficio de toda la sociedad.

¿Cómo podría reapropiarse socialmente la ciencia y la tecnología?
¿Será eso lo que habrá que hacer? Yo creo que la ciencia está mostrando un nivel de unificación de criterios y de aceleración irracional de prácticas tal que es imperioso mostrar que la ciencia es diversa. Ese es el primer punto a debatir y ustedes, como periodistas, tienen un rol importante. La ciencia no es una actividad unificada en cuanto a criterios, hay mucha división y perspectivas a nivel interno. La pregunta en todo caso es si todos los actores sociales tienen que apropiarse del discurso de la ciencia y la tecnología para reproducirlo. Tal vez la clave esté en que todo discurso tiene cierto dominio de aplicación y no vaya más allá de eso, que ciertas teorías científicas pueden explicar alguna cuestión pero no todas y que algunos productos tecnológicos no pueden ser usados a escala tan grande. Sobre todo porque determinados productos tienen riesgos que terminan siendo potencialmente mayores que los potenciales beneficios. Y los potenciales damnificados siempre tienen que hablar.

En este sentido, ¿qué rol juega el Estado y el mercado, en relación a las políticas científicas?

En referencia al mercado, lo que uno ve hoy en la relación entre las problemáticas sociales y ambientales y las producciones científicas y tecnológicas es que están paradas bajo la idea de un aparente derrame: el científico y el tecnócrata generan conocimiento o productos y, tarde o temprano, estas cuestiones van a generar un tipo de bienestar. Pero cuando uno empieza a analizar un poco más, se da cuenta que la ciencia y la tecnología, tal como la conocemos, está atravesada por el capital, lo cual complejiza el escenario. En segundo lugar, la construcción del Estado moderno es fundamental para entender esta lógica capitalista, que nos obliga a repensar qué es el Estado argentino, en términos de políticas científicas y tecnológicas. Uno ve los grandes proyectos de ciencia y tecnología de la Argentina y son proyectos que claramente están pensados en el eje del capital: los transgénicos, la nanotecnología, las ingenierías de software, etcétera. El Estado argentino, en relación con las políticas de ciencia y tecnología, ha sido un Estado que ha impulsado los mismos proyectos que las organizaciones privadas a nivel global.

Parece haber cierta división entre las Ciencias Exactas y Naturales y la Filosofía. Incluso en la ética, que parece un compartimento estanco por fuera de los procesos científicos. ¿Cómo analizás esa relación?

Hay un tema histórico que lo dice muy bien Herbert Marcuse en El hombre unidimensional: se ha logrado construir una idea en la cual los valores científicos naturales están amparados en un terreno de la objetividad mientras que la ética y la política están metidos en un terreno de la subjetividad. La ética parece haber quedado arrinconada con ciertas consideraciones peyorativas, mientras que las ciencias naturales buscaron desprenderse de todas esas cuestiones. Después de la II Guerra Mundial, y reconociendo que la ciencia y la tecnología tienen una enorme capacidad destructiva, se llega a la conclusión de que hay que incorporar las dimensiones éticas. A partir de los ’70, entonces, empieza a tomar fuerza la bioética. El problema con esta disciplina es que gran parte de su actividad se volcó a maquillar la actividad científica. La ciencia y la tecnología trasladan todos los criterios de objetividad a la elaboración del producto, con lo cual cualquier juicio ético o político en esas instancias de producción están disueltos y se empieza a analizar el uso. Y en el uso no participa el científico, al menos como científico.

¿Qué actitud ves en este sentido en la comunidad científica? ¿Hay apertura para debatir y discutir estas cuestiones?

Le veo la misma actitud de resistencia, hay una negación por discutirlo. Es raro el discurso científico. En ciertos sectores hay una enorme prepotencia, una torre de marfil en la cual los científicos no aceptan verse interpelados, menos por otros sujetos sociales. Así como un obrero o cualquier otro empleado sabe que puede llegar a hacer algo que está mal, el científico natural, por algún motivo, no se hace esa pregunta. Hay algo histórico muy fuerte, que se ha cristalizado y que es muy difícil de deconstruir. La ciencia es una actividad social, y si es una actividad social le cabe el juicio ético. Es necesario.

¿Se puede hablar de tabúes en la comunidad científica? Problemáticas que ni siquiera se pueden plantear a debate…

Uno de los tabúes que llevan a la imposibilidad del cuestionamiento es el cuestionamiento mismo. La introducción de la dimensión ética actúa como tabú. Se ha gestado un pensar científico y tecnológico tal que, cuando entran ciertos elementos de cuestionamiento, estos últimos son considerados invasivos, peligrosos y hasta anti científicos. Es una manera muy común de pensar que el que critica tiene un pensamiento anti científico. Y la parte de la ética no es un detalle menor. El factor educativo tiene un rol fundamental al formar ciudadanos con cultura científica y tecnológica, capaz de discutir y debatir todos estos puntos. Es importante reconocer que los problemas de ciencia y tecnología son tan importantes como para dejárselos exclusivamente a la gente de ciencia y tecnología. El proyecto Manhattan (desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial por Estados Unidos para crear la primera bomba atómica) tiene que dejar una enseñanza; no puede quedar en un puñado de personas decisiones tan importantes. A veces, se prioriza los potenciales beneficios antes que los potenciales riesgos.

Guillermo Folguera es Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (FCEN) de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es Licenciado en Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) y en Ciencias Biológicas de la FCEN, ambas carreras realizadas en la UBA. Actualmente se desempeña como investigador adjunto CONICET. Es docente de la disciplina Historia de la Ciencia de la FCEN. Se especializa en filosofía de la biología, en particular las relaciones disciplinares en biología. Es co-autor, junto a la escritora y Bioquímica Paula Bombara, de
Charles Darwin y la evolución (Eudeba, 2009) y autor de Filosofía de la Biología. Análisis crítico de las jerarquías en la teoría de la evolución (Editorial Académica Española, 2011).